8 de noviembre de 2017

Alphonse Mucha




No pintó solo mujeres estilizadas de larguísimos cabellos envueltas en tallos y, aunque lo consideramos uno de los fundadores del Art Nouveau, sus propósitos fueron mucho más que decorativos.
Esa es la cara más conocida de Alphonse Mucha; de su pensamiento manejamos menos datos y puede sorprender a quienes no ven compatible el gusto por la belleza ornamental y la reflexión intelectual. El autor de carteles y envases delicados de estilo todavía copiado fue un defensor ferviente de la independencia checa respecto al Imperio Austrohúngaro y también de la hermandad entre los pueblos, un masón en alto grado atraído por las teorías de Strindberg y también un filósofo convencido de que solo la sabiduría nos salva.
Para descubrir a este Mucha inesperado podemos pasarnos, desde mañana y hasta el 25 de febrero, por el madrileño Palacio de Gaviria, donde el grupo italiano Arthemisia exhibe cerca de 200 obras de este autor checo, la mayoría trabajos que dinamitan el tópico que lo ha convertido en un experto cartelista.
Podemos decir que la representación pasional de la identidad checa y la defensa de su idea de que el arte ha de servir ante todo para construir puentes y unir a las personas son las bases de las creaciones más interesantes de Mucha, que investigó a fondo la cultura autóctona eslava desde la creencia de que un creador había de ser siempre fiel a sí mismo y a sus raíces nacionales.
Esa determinación de respetar sus esencias se aprecia en la primera obra de la exposición, un autorretrato fechado en 1899, cuando se encontraba en la cumbre de su fama, en el que se mostraba con mirada segura atendiendo a un estilo más próximo al impresionismo que al modernismo, sobrio en cualquier caso. Y no es el único retrato austero que veremos, rompedor con el Mucha célebre: esa mirada concentrada, que nos habla de una personalidad sólida, y los tonos neutros, los encontraremos de nuevo al final de la exposición (laberíntica, necesariamente por su sede) en el retrato que realizó de Halide Edip Adivar, líder nacionalista y feminista turca, que, por cierto, mantuvo esos ojos rotundos hasta el final de su vida (googlead y ved).
Tampoco tienen que ver con su estética más difundida los retratos llenos de ternura que realizó de su madre, su esposa y sus hijos, casi evanescentes.
El antes y el después en la trayectoria de Mucha llegó de la mano de su estancia en París desde 1887, dos años antes de la Exposición Universal, cuando la ciudad era capital artística mundial, urbe en ebullición apta para la gloria o el precipicio. Él eligió la primera.
Antes de llegar a Francia, era un pintor académico formado en Múnich; en París recalaría en la prestigiosa Academia Julian, y de aquel periodo se exhiben en Madrid representaciones de cuerpos con ecos renacentistas a veces, dramáticos otras. Pero cuando decíamos que Mucha eligió la gloria nos referíamos a la que le llegó, a él y a su retratada, tras trabajar en los posters de Sarah Bernhardt, diosa del teatro francés durante medio siglo.
Estos carteles tienen poco que ver con los que otros grandes artistas, como Toulouse-Lautrec, realizaban en París por entonces: no son caricaturescos, no hay en ellos dureza, sino sutilidad y colores pastel. Este es, este sí, el estilo que daría a Mucha fama internacional no perecedera, el que le identificaría siempre.
Fijaos en que a la Bernhardt la retrata siempre sobre una plataforma y con un arco rematándola: se trata de una iconografía de evidentes resonancias religiosas. Y algo de eso había: ella suscitó verdadera devoción en Francia, y se la apodó “La Divina”. El pintor contribuyó a encumbrarla en la escalera social (contribuyó, porque el genio de ella y su conocida perseverancia hicieron el resto) y supo idealizar su rostro hasta el punto de hacernos recordar iconos eslavos o bizantinos.

   Alphonse Mucha. Bières de la Meuse, 1897. ©Mucha Trust
Alphonse Mucha. Bières de la Meuse, 1897. ©Mucha Trust






























Antes de dejar de hablar de Bernhardt, diremos que de ella decía Mucha que cada movimiento de su ropa estaba profundamente condicionado por una necesidad espiritual.
Misticismos al margen, en la exposición también tiene sus salas el Mucha publicitario, el que creaba pensando en la gente de a pie desde postulados elevados. Porque no había para él contradicción.
Y si Bernhardt tenía su pedestal, las mujeres de sus carteles propagandísticos se rodean de círculos que favorecen la armonía de la composición y miran fijamente al producto del que son imagen.
Mientras realizaba estas obras, que no son la mayoría de su producción pero es la que más conocemos, innovaba Mucha con otras formas de arte: paneles decorativos sin mensaje comercial, únicamente concebidos para el placer estético con unas proporciones que remiten a las de los paneles japoneses, otra de sus influencias (sabemos que tenía una colección de arte nipón). Entre ellos encontramos algún calendario y representaciones de las cuatro estaciones, obras en las que funde la belleza femenina y la de la naturaleza.
Aunque partidario convencido de la independencia checa, Mucha trabajó -sometiéndose, en algún caso, a la censura- para el Imperio Austrohúngaro, con motivo de la Exposición Universal de París y también para mecenas estadounidenses, ya entrado el s. XX. Hasta que en 1910 regresó a su país, donde de nuevo dejó fluir su lado místico, su amor por lo que Strindberg llamaba “fuerzas internas”. De hecho las representó, más de una vez y más de dos, como figuras misteriosas detrás del tema central de sus obras, a veces a modo de guías espirituales. La belleza lánguida y evidente de las mujeres francesas dejó entonces paso a retratos más sencillos de checas vestidas con trajes populares. Sabemos con certeza que él entendía esas indumentarias tradicionales como “alma de la nación” (también los coleccionó) y es posible que estas mujeres representaran para él inspiraciones espirituales.
Entre las obras fundamentales que cierran la exposición del Palacio de Gaviria figuran las veinte pinturas (en vídeo) que formaron su Epopeya eslava, relativas a acontecimientos de su historia o momentos estelares de su cultura, y el tríptico formado por La edad de la razón, La edad de la sabiduría y La edad del amor, que inició en 1936 y dejó inconcluso al morir, en 1939.
Si en la primera deja claro que no concibe que exista heroicidad en la guerra, dando nuevas pruebas de su humanismo, en la segunda transmite el mensaje de que solo la sabiduría garantiza el equilibrio personal y puede llevar a la humanidad a un estado superior de espiritualidad.



Alphonse Mucha. La luz de la esperanza, 1933. ©Mucha Trust
Alphonse Mucha. La luz de la esperanza, 1933. ©Mucha Trust


NUESTRA VISITA

                                                           









“Alphonse Mucha”
c/ Arenal, 9
Madrid

Del 12 de octubre de 2017 al 25 de febrero de 2018

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2 comentarios:

  1. Fue estupendo contar con todos vosotros, amigos. Os mandamos un abrazo fuerte.

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  2. La obra de este artista está llena de elegancia y fantasía. Un besazo!

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