Poetas del cuerpo. La Danza en la Edad de Plata, es el título de la exposición que presenta la RESIDENCIA de ESTUDIANTES, hasta abril de 2018.
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Obra de Zuloaga.La Faraónica (gitana azul), 1919. Óleo sobre lienzo, 120 x 87 cm. |
En el periodo correspondiente al primer tercio del siglo XX, la Edad de Plata de la cultura española, se mezcla de forma magnífica TRADICIÓN Y MODERNIDAD, lo que da lugar a un arte singular y bello, que supera las barreras del tiempo, en todas sus facetas.
En 1916, los Ballets Russes de Diaghilev hicieron su primera gira española, que supuso un punto de inflexión en la incorporación de la modernidad y la vanguardia a la danza en nuestro país. Al año siguiente, Picasso realizó su primer trabajo como escenógrafo para la compañía. Su ballet Parade, en colaboración con Massine, Satie y Cocteau, se estrenó en París y se representó poco después en Madrid y Barcelona.
La llegada de los Ballets Russes irrumpió en un panorama en el que la danza académica estaba concentrada en los cuerpos de baile del Teatro Real y del Liceo, donde, salvo pocas excepciones, servía como complemento a producciones operísticas. Paralelamente, otros escenarios teatrales y cafés cantantes acogían diversas formas dancísticas, en un amplio abanico de estilos que integraba desde el flamenco hasta las variedades. En ellos triunfaron bailaoras como Pastora Imperio —protagonista del estreno absoluto de El amor brujo en 1915— y María de Albaicín, bailarinas de formación clásica como María Esparza y Teresina Boronat, o cupletistas y artistas de la escena como la Argentinita y Laura de Santelmo.
El año 1925 marcó el inicio de una nueva época en el desarrollo de la danza española.
Ese mismo año se estrenó en París la versión para ballet de El amor brujo de Falla, protagonizada por Antonia Mercé, la Argentina, quien, ante el éxito obtenido, fundó sus Ballets Espagnols, siguiendo una estrategia análoga a la de Diaghilev, aunque «a la española». Con ellos recorrió Europa, América y Asia a finales de los años veinte, presentando un repertorio de ballets en los que colaboraron renovadores literatos, compositores y pintores españoles. De manera similar, Vicente Escudero impulsó en París distintas iniciativas que combinaban el flamenco con la más rabiosa vanguardia, y Teresina Boronat realizó extensas giras internacionales con números de ballet clásico, folclore y danza española.
En Barcelona, las innovaciones foráneas tuvieron su réplica en las propuestas de Joan Magrinyà, quien en los primeros años treinta ofreció un conjunto de ballets con la colaboración de artistas y músicos de la talla de Miró, Grau Sala, Clavé y Blancafort. En Madrid, esta vertiente más académica se desarrolló en la Escuela Coreográfica del Círculo de Bellas Artes, que, bajo la dirección de Gerardo Atienza y María Brusilovskaya, fue la impulsora de esta disciplina hasta el estallido de la guerra.
Desde sus inicios, el institucionismo fue pionero en el reconocimiento del valor de las artes populares. El estudio del folclore ocupó un lugar prioritario en la Institución Libre de Enseñanza y sus círculos de influencia. La Junta para Ampliación de Estudios (JAE) promovió distintas investigaciones científicas con el fin de documentar la diversidad de la música y los bailes populares. Ése fue uno de los objetivos del Archivo de la Palabra y las Canciones Populares, cuyos trabajos de campo emprendieron Eduardo Martínez Torner y Jesús Bal y Gay tras su constitución en 1919 por Tomás Navarro Tomás. Un camino de ida y vuelta que cristalizó en el Coro y Teatro del Pueblo de Misiones Pedagógicas y en las obras de La Barraca. Con intereses análogos, la mayor parte de los intérpretes integraron en sus programas números folclóricos, al tiempo que nacieron diversos proyectos de compañías.
Por su parte, la Residencia de Estudiantes y su grupo femenino, la Residencia de Señoritas, acogieron actividades vinculadas tanto a la música culta y popular como a la danza en la nueva pedagogía. Su relación con el Instituto Internacional ofreció una vía privilegiada para la entrada de las tendencias modernas a través de las enseñanzas de maestras extranjeras en clases de bailes rítmicos, educación física y gimnasia sueca. Entre los círculos de residentes, la danza española logró asimismo una gran acogida. Cabe destacar la colaboración de Federico García Lorca y Encarnación López, la Argentinita, quienes, con la participación de Ignacio Sánchez Mejías y de otros intelectuales y creadores de la generación del 27, fundaron la Compañía de Bailes Españoles en 1933, cuya versión de El amor brujo se representó en la Residencia.
En 1934, Maruja Mallo —que había sido becada por la JAE para estudiar escenografía en París y que poco después sería docente de la Residencia— y Rodolfo Halffter comenzaron a trabajar en el ballet Clavileño, cuyo estreno, previsto en el Auditórium de la Residencia, quedó truncado por el estallido de la guerra. Así, en la Residencia, de Terpsícore —musa griega de la danza— a Telethusa —bailarina gaditana en la corte romana—, la historia y la tradición servían de base a la creación moderna, como si parafrasearan aquellas palabras de Isadora Duncan: «la danza del futuro es la danza del pasado». Un futuro desvanecido para muchos con los acontecimientos que estaban por venir.
En este contexto surgió un tipo de danza moderna, animada por referentes internacionales como Loie Fuller, Isadora Duncan y Émile Jaques-Dalcroze. Bailarinas como Tórtola Valencia, Àurea de Sarrà y Charito Delhor ofrecieron piezas inspiradas en la Antigüedad grecolatina, el orientalismo y el imaginario de «lo español». A la vez, el modelo ruso fue emulado hasta la saciedad, y a los Ballets Russes de Diaghilev le siguieron otras compañías extranjeras, como las de Anna Pavlova, los Ballets Suecos y los Bailes Vieneses. Fuera de nuestras fronteras, «lo español» logró una gran difusión internacional a través de propuestas modernas, como El sombrero de tres picos, estrenada en Londres en 1919 por los Ballets Russes, con la firma de Falla, Massine y Picasso.
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El óleo es de Hipólito Hidalgo de Caviedes. |
Con la llegada de la Segunda República, la nueva política de la danza reconoció desde un primer momento su importancia en la difusión de la cultura española dentro y fuera de nuestras fronteras. Antonia Mercé, la Argentina, fue condecorada en 1931 con el Lazo de la Orden de Isabel la Católica, la primera distinción que entregaba el nuevo régimen; y en 1933 María Esparza fue nombrada directora del efímero Ballet del Teatro Lírico Nacional.
El 18 de julio de 1936, al tiempo que tenía lugar el golpe de Estado, la Argentina murió repentinamente en Bayona. Fue la primera de las grandes pérdidas de los protagonistas de la Edad de Plata que, durante el conflicto, abandonaron España. La cartografía del exilio incluye hitos relacionados con la danza en los que intervinieron bailarines, poetas y pintores refugiados, como La Paloma Azul en México, la Ballet Society en Nueva York, los círculos de baile soviéticos o el repertorio de determinadas compañías en Europa y Latinoamérica. Aunque algunos de estos creadores acabarían falleciendo en el exilio, como sucedió con la Argentinita en Nueva York en 1945, otros retornaron a los escenarios del franquismo. Al tiempo que estos veteranos intérpretes y coreógrafos se convirtieron en referentes, entraba en escena una joven generación, que sería la heredera en las décadas siguientes de aquel brillante legado de la danza.
La compleja red interdisciplinaria tejida por intelectuales y artistas alrededor de la danza durante la Edad de Plata sobrevivió de diferentes formas tras el estallido de la guerra. El conflicto bélico provocó que surgiera una «danza de guerra», consistente en piezas breves, de tipo folclórico y fuerte carga propagandística. Ésta constituyó la base del repertorio de grupos como las Guerrillas del Teatro, Eresoinka y la Cobla Barcelona, y llegó, gracias a esta última y a un grupo de danzas castellanas de Agapito Marazuela, hasta el pabellón español de la Exposición Internacional de París de 1937. En el bando sublevado, con la creación de los Coros y Danzas, dependientes de la Sección Femenina de Falange Española, se inició un proceso apropiacionista del folclore extendido durante el primer franquismo.
Independiente de la palabra, efímera e indisociable del cuerpo, la danza se expresa a través de su propio lenguaje. Los poetas del 27 repararon en aquella paradoja de quien persigue la eternidad a través de lo transitorio: «artes mágicas del vuelo», las denominaría José Bergamín parafraseando a Lope de Vega, artes «sin huella o trazo literal que señalen su ruta para repetirse». Y, sin embargo, la danza se ha rebelado contra esa cualidad inherente de lo efímero, tratando de traducirse, de escribirse, en definitiva, de dejar huella.
Esta exposición busca recuperar las aportaciones de los coreógrafos e intérpretes de las primeras décadas del siglo XX en España, en el contexto del complejo panorama cultural de la Edad de Plata. Elevada al mismo nivel que la literatura, la música y las artes visuales, se ofrece así una perspectiva diversa de la danza, abierta a las distintas corrientes e influencias. La exposición refleja cómo la herencia del siglo anterior, sumada a la recuperación de una rica cultura popular, fue permeable a la llegada de la modernidad y la vanguardia en sus distintas formas. Y cómo el escenario se convirtió así en un espacio de encuentro para bailarines, músicos, poetas, pintores y diseñadores, que difundió sus sinergias artísticas con una proyección internacional nunca antes alcanzada.
http://www.residencia.csic.es/