23 de febrero de 2014

El Hermitage de San Petersburgo.





Durante dos siglos ha corrido por los mundillos artísticos una persistente leyenda, según la cual los sótanos del Hermitage ocultarían un fabuloso tesoro compuesto por obras inéditas de grandes pintores europeos. A decir verdad, la magnitud del museo es tan abrumadora que se presta a imaginar sótanos secretos y tesoros ocultos: 2.500 salas con 2.300.000 objetos de arte, entre ellos 14.000 cuadros. Sólo el recorrido de las salas requiere una caminata de veinticuatro kilómetros. Si alguien quisiera pasar aunque sólo fuese un minuto en cada sala necesitaría una semana entera, dedicando ocho horas diarias a esta tarea. 


En 1762 Catalina la Grande, tras suceder a su esposo Pedro III, se concentra en terminar de construir la vasta morada regia conocida como el Palacio de Invierno. Cuando empieza a buscar cuadros para adornar las 105 habitaciones, descubre que en Rusia no hay cuadro alguno. Francia parece poseerlos todos. De modo que, proporcionándole medios casi ilimitados, da al brillante enciclopedista francés Denis Diderot un simple encargo: «Compre todas las grandes colecciones que se ofrezcan en el mercado.» 



Después de adquirir un par de pinturas de escaso valor, Diderot supo, en 1770, que estaba a la venta la mejor colección de Francia, constituida por unas cuatrocientas obras maestras reunidas por Crozat el Pobre. Catalina las compró todas. En 1779 la Zarina dio un golpe semejante al adquirir la magnífica colección de Lord Walpole, primer ministro de los reyes Jorge I y Jorge II de Inglaterra. Esta se componía de ciento noventa y ocho obras, e hicieron de Catalina la coleccionista más grande de su época.




Sin embargo, comenzaba a escasear el espacio en el Palacio de Invierno para tanta obra maestra, de modo que en 1764 Catalina autorizó la construcción de una galería contigua, coronada por un jardín colgante, con árboles, macizos de flores y fuentes de mármol. La Zarina dio a este edificio el nombre de Pequeño Hermitage. En 1775 añadió una segunda galería, a la que llamó el Viejo Hermitage. Las adquisiciones continuaron mucho tiempo después del fallecimiento de Catalina. Por ejemplo, Alejandro I compró el contenido íntegro de la Malmaison, que fuera palacio de la emperatriz Josefina. En 1839 se terminó una tercera galería, el gigantesco Nuevo Hermitage, y el conjunto de edificios se completó con un teatro. 

En carta a Diderot, Catalina se ufanaba: «Sólo los ratones y yo podemos admirarlo todo». La Zarina negaba al público el acceso a su magnífica colección. Sus sucesores siguieron esta misma norma, hasta que finalmente en 1852 Nicolás I abrió las legendarias salas, que provocaron el asombro general. Aquellos salones figuraban entre los más suntuosos del mundo, decorados con raros mármoles de Italia y el Cáucaso, con paredes enteras de oro y de malaquita verde, cielos rasos adornados con alados cupidos de estuco y pisos taraceados de maderas preciosas, escaleras colmadas de mármol, pórfido y oro, corredores de columnatas y una espectacular galería en la cual se había reproducido, pincelada a pincelada, toda la serie de frescos pintados por Rafael en El Vaticano. 



En el tercer piso del Palacio de Invierno hay un grupo de salas especiales que contienen el principal tesoro pictórico del Hermitage: docenas de Matisse, treinta y uno de los mejores Picasso, catorce magníficos Gauguin, diez Cézanne y otras obras de los más destacados entre los impresionistas. Esta colección en concreto tuvo un origen bastante casual. En los primeros años de este siglo dos modestos comerciantes moscovitas, Sergei Shchukin e Ivan Morosov, hacían la mayoría de sus importaciones de París. En sus visitas a aquella ciudad les sedujo, inexplicablemente, la obra de un grupo de pintores a la sazón desconocidos: Van Gogh, Gauguin, Matisse y Picasso. Desdeñando el escepticismo de sus amigos compraron y se llevaron a Moscú no un Matisse ¡sino cuarenta! Sin darse cuenta, Shchukin y Morosov habían adquirido la colección más grande del mundo, de las primeras obras de los pintores más destacados del siglo XX.






Y un cotilleo picante: al parecer el arte no fue la única afición de Catalina la Grande. Durante la Segunda Guerra Mundial, un grupo de soldados soviéticos descubrieron en los palacios de Tsárskoye Seló una habitación completamente decorada con motivos eróticos: sillas, escritorios, pantallas.. todo el mobiliario, incluso las paredes. Recientemente, expertos del Hermitage han confirmado la existencia de esta «habitación erótica», creada para disfrute de la Zarina y su amante Grigori Orlov, y hasta se han llegado a difundir algunas fotos. 


He traído esta entrada  de un blog muy interesante que os invito a visitar, con mi agradecimiento: 
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