12 de junio de 2020

Notas para la exposición Rodín y Giacometti. Por Isabel Pinedo.

Los burgueses de Caleis. Rodin .
La Sala Recoletos de la Fundación Mapfre, nos propone un encuentro con dos de los escultores más interesantes de finales del siglo XIX, principios del XX. En realidad, no coinciden en el tiempo, ni se conocieron, cuando Giacometti llegó a Paris, ya hacía cinco años, que había muerto Rodin. Esto, es curioso y llama la atención y también, sin lugar a dudas cuando hacemos apriorismos sobre sus obras. Solo recordarlas, nos parece chocante pensar que tengan algún punto de afinidad, por eso, es interesante acercarse a estos personajes, sus obras y trayectorias vitales y establecer un diálogo entre ellas.
La exposición, muestra algunas de las preocupaciones que estos dos artistas tuvieron en común durante sus procesos creativos,  por ejemplo, la importancia del modelado, y la materia. Los dos utilizaron la arcilla y el yeso y lo que a veces ignoran algunos, es que Rodin, casi nunca esculpía el mármol, tenía un equipo, que llevaba a término sus bocetos en yeso, en ese contexto trabajó su alumna y amante Camille Claudel. Pero eso no es óbice, para que los mármoles, se consideren originales de Rodin, el vigilaba constantemente y a veces retocaba alguna zona.
Los dos artistas tuvieron también un interés especial por el fragmento, por ejemplo, en fecha muy temprana Rodin expuso con gran escándalo, cabeza con nariz rota, inspirada en uno de los mendigos del barrio de los artistas de París, llamado Bibí., y tanto en el estudio de uno o de otro es posible poder apreciar en las fotografías de época, muchísimos fragmentos de cuerpo humano, amontonados, brazos, piernas, manos, cabezas, que podían ensamblar de manera diferente o formando grupos.
Tanto Rodin como Giacometti, tuvieron interés por “las series”, repitiendo temas, personajes o grupos. Por ejemplo, los bustos de Anette, por parte de Giacometti o los de Camille, por parte de Rodin.
Una de las afinidades, de estos dos artistas la encontramos en su interés por plasmar el movimiento real, como podemos apreciar en sus “Hombres que caminan”, pese a la ligereza y estilización en Giacometti, y la rotundidad y potencia del de Rodin.


Auguste Rodin, nació en París en 1840 y murió en Meudon en 1901. Su etapa de formación transcurre entre 1860-1880, en ella entra en contacto con uno de los escultores franceses del momento: Carpeaux qué en sus estudios sobre el modelado, le enseño a plasmar el movimiento. A Rodin, se le puede considerar el padre de la escultura moderna, porque rompe con los cánones clásicos. Aunque coincide con el período Impresionista, desborda los límites de este movimiento. Sus contemporáneos rechazaron la mayoría de sus obras, con excepción de “El Beso”. En 1871, se trasladó a Bélgica para decorar, con un equipo, el edificio de la sede de la Bolsa, allí descubrió los efectos del barroco flamenco, la vida que bullía en las obras de Rubens. En 1875 se traslada a Italia, donde puede conocer in situ y venerar la obra de Miguel Ángel, que le habrá de influir, sobremanera, como se puede apreciar, en “El Pensador” cuando se le relaciona la figura de “Lorenzo de Medici” en la Sacristía Nueva de san Lorenzo de Florencia.  De Miguel Ángel le seduce también su terribilitá, y al igual que él va a tener una predilección por la ténica del “non finito”, donde las superficies pulidas, contrastan con la apariencia rugosa de la materia y contribuye a romper todos los cánones académicos. La realización del beso en 1886, marca el inicio de su época más fecunda, con “El Pensador” para la puerta del Infierno, “Los Burgueses de Calais” o el “Monumento a Balzac”
En el arte de Rodin se funden una técnica impresionista, que con la rugosidad de las superficies y la multiplicación de planos obtiene efectos de luz. Las deformaciones que apreciamos el grupo de “los Burgueses de Calais”, preludian ya las vigorosas deformaciones del expresionismo. La obra de Rodin es capaz de expresar conceptos esenciales y universales, como el dolor, la inquietud, la ira, el miedo o el arrebato amoroso. También el alguna de sus obras, como “La Catedral” (dos manos entrelazadas) se acerca al simbolismo, ya que las formas desbordan los límites de lo visible.


Alberto Giacometti, nació en Borgonovo, Suiza en 1901 y murió en Coira, también en Suiza en 1966. Giacometti se crio en un entorno artístico, su padre Giovani, fue pintor impresionista y su padrino, Cuni Amiet, fauvista. Estudió en la Escuela de Bellas Arte de Ginebra, escultura, pintura y dibujo. En 1922 se trasladó a París a instancias de sus padres, y entró en la Academia de Pintura de La Grande Chaumiere, dirigida por Boudelle, que había sido discípulo de Rodin. Aunque comienza en un estilo derivado del maestro, pronto evoluciona hacia técnicas cubistas, en boga en esos momentos. Vivió en el entorno de Montparnasse, donde conoció a otros artistas innovadores como él, entre ellos, a Miró, Picasso, Max Ernst, y además a escritores como a Sartre, Breton o Samuel Beckett. Su primera etapa se desarrolló en el período de entreguerras. Durante esos años, investiga sobre las metamorfosis, como se puede aprecias en “cabeza Plana” o “la Mujer Cuchara”, pero a diferencia de los que pasaba con la pintura, en la escultura, el paso del expresionismo al surrealismo, se efectúa poco a poco y casi de manera imperceptible. La mayoría de las obras de esta época intentan representar un universo onírico. También entre 1935 y 1940, sus obras empiezan a estirarse sobremanera alargando enormemente las extremidades, como podemos apreciar en “El Hombre que Camina”. Se puede decir que uno de los aspectos más innovadores de su obra es la introducción del movimiento real en la obra plástica.
 Cuando estalló la segunda guerra mundial se trasladó a Ginebra y tras su matrimonio con Anette Arm, su modelo favorita, comenzará la etapa más productiva de su carrera.
Trabajó para La Galería Maeght, de París y en la de Pierre Matisse de Nueva Yorck.



A pesar de estar separadas por más de una generación, las trayectorias creativas de Auguste Rodin (París, 1840 - Meudon, 1917) y Alberto Giacometti (Borgonovo, Suiza, 1901 - Coira, Suiza, 1966) muestran —junto a disparidades inevitables— significativos paralelismos que se desvelan por primera vez en esta exposición conjunta presentada en la sala Recoletos de Fundación MAPFRE. Además de que sus respectivas obras comparten aspectos puramente formales como pueden ser el interés en el trabajo de la materia y la acentuación del modelado, la preocupación por el pedestal y el gusto por el fragmento o la deformación, por citar solo algunos, el diálogo que se establece entre ellos va mucho más allá. Rodin es uno de los primeros escultores considerado moderno por su capacidad para reflejar — primero, a través de la expresividad del rostro y el gesto; con el paso de los años, centrándose en lo esencial— conceptos universales como angustia, dolor, inquietud, miedo o ira. Y este es un rasgo fundamental en la creación de Giacometti: sus obras posteriores a la Segunda Guerra Mundial, esas figuras alargadas y frágiles, inmóviles, a las que Jean Genet denominaba «los guardianes de los muertos», expresan, despojándose de lo accesorio, toda la complejidad de la existencia humana. 

Rodin fue el maestro indiscutible del siglo XIX; prácticamente ningún escultor moderno había podido medirse con él. Sin embargo, durante la época de las vanguardias, muchos fueron los artistas que se alejaron de su senda para inventar un lenguaje más moderno y libre, alejado del suyo, que consideraban en muchos aspectos tradicional.

El propio Giacometti, a pesar de admirar a Rodin desde temprana edad —tal y como demuestran los numerosos dibujos copiando sus obras que hizo en los libros sobre Rodin que conservó toda su vida—, renegó durante un tiempo del maestro francés y dirigió su mirada a estos nuevos escultores, entre los que se encontraban Ossip Zadkine, Jacques Lipchitz o Henri Laurens. Tras ese breve período «neocubista», el suizo se unió a las filas del surrealismo y creó composiciones complejas cargadas de contenido simbólico. Sin embargo, a partir de 1935, la figura humana volvió a ocupar el centro de su trabajo para ir definiendo la estética por la que se le identifica esencialmente, aquella que iría perfilando en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. 

Al buscar un arte que remitiese a lo real sin renunciar a la afirmación personal de un artista moderno, Giacometti rápidamente encontró a Rodin en su camino. Ante todo, por la cuestión de la tactilidad, que había sido fundamental para el artista francés, pues, a través de ella y de la expresividad que conlleva, es capaz de representar los sentimiento y las pasiones humanas.

En Giacometti este aspecto genera una experimentación sin precedentes, que mantendrá hasta el final de su  carrera. Pasos en ese propósito son gestos como el de mostrar las huellas de sus dedos en la materia, que se presenta, así como si esta estuviera viva, frente al tipo de escultura que había realizado junto con los escultores cubistas y surrealistas, de superficies extremadamente lisas. Junto a ello está la concesión de importancia al pedestal, convertido por Giacometti en parte esencial de la composición, lo que le acercó al arte del ensamblaje que practicaba Rodin. Asimismo, ambos artistas comparten una mirada a la Antigüedad clásica que desemboca en sus respectivas obras en la interpretación libre de los modelos del pasado, ya fueran completos o fragmentarios. 

En 1922, cuando Alberto Giacometti llega a París por expreso deseo de su padre para estudiar en la Académie de la Grande Chaumière, donde enseña Antoine Bourdelle, quien fuera alumno y ayudante de Rodin, ya han pasado cinco años de la muerte del este último. Desde 1890 y, sobre todo, tras su exposición en 1900 en el Pavillon de l’Alma, Rodin fue considerado uno de los más importantes artistas del momento. En julio de 1939 se inauguraba, cuarenta años después de haber sido terminado, su Monument à Balzac [Monumento a Balzac]. Giacometti asistió a este acontecimiento no solo para poder ver un trabajo que ya debía de conocer bien, sino también para apoyar el reconocimiento de un artista que se erigía como «genio de la escultura moderna». Años después, en el paso de la década de 1940 a la de 1950, el interés de Giacometti por Rodin se reavivó, tal y como testimonian las fotografías tomadas en Le Vésinet, el parque de Rudier, quien fue fundidor tanto de uno como de otro. El artista suizo posó junto a L’Âge d’Airain [La Edad de Bronce] y se mezcló entre los personajes del Monument des Bourgeois de Calais [Monumento a los Burgueses de Calais], pues, según sus propias palabras, se sentía «en un museo magnífico de la escultura contemporánea». 

La selección de obras que forma la exposición se plantea como una constante conversación desarrollada por la obra de los dos artistas en el espacio a través de nueve secciones. Muestra cómo ambos creadores hallaron, en sus respectivas épocas, modos de aproximarse a la figura que reflejaban una visión nueva, personal pero engarzada en su tiempo: en Rodin, el del mundo anterior a la Gran Guerra; en Giacometti, el de entreguerras y el inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, marcado por el desencanto y el existencialismo. 

ACCIDENTE 


El uso creativo del accidente fue una de las mayores contribuciones de Rodin a la escultura moderna, como vemos en Homme au nez cassé [Hombre de la nariz rota], de 1864. Partes de materia fragmentada, sucesos fortuitos en el proceso de modelado, en lugar de ser desechados y asociados al error y el fallo, se recuperan y se incorporan al proceso creativo y a la obra final otorgándole un significado distinto a la escultura. A partir de 1890, Rodin trabaja en esculturas anteriores en el tiempo y elimina ciertas partes de las mismas con el fin de acentuar su expresividad y resaltar esos accidentes. Errores del modelado y ausencia de fragmentos se hacen evidentes en Torse masculin penché en avant [Torso masculino inclinado hacia delante] (c. 1890), no menos que en la pequeña versión de La Terre, petit modèle [La Tierra, modelo pequeño] (1893-1894). 
 Homme au nez cassé [Hombre de la nariz rota], de 1864.

También es manifiesta la fractura en la Tête d’homme [Cabeza de hombre] (c. 1936) de Giacometti o en las hendiduras de los ojos y la «raja» que conforma la boca de la Tête de Diego [Cabeza de Diego] (1934-1941). Es como si Giacometti hubiera retomado ese aspecto que caracteriza la escultura de Rodin y reflexionara sobre él, alterando su significado o quizá otorgándole un sentido aún más pleno. La multitud de fragmentos de sus obras, que Giacometti guardaba en su taller, confirman también este gusto por el accidente en el maestro suizo, consciente de que los objetos fragmentados pueden cobrar una vida y una belleza de la que carecerían si estuvieran completos. 


 Tête de Diego [Cabeza de Diego]

 MODELADO Y MATERIA

Tras sus experimentaciones cubistas y su paso por el surrealismo, Giacometti, en su búsqueda de «figuras y cabezas vistas en perspectiva», va destilando cada vez más sus esculturas hasta realizar el tipo de obras por las que llegaría a ser más conocido. Sus características figuras alargadas sustituyen entonces a las piezas anteriores, de gran perfección técnica, y el trabajo de la materia y el modelado se convierten en protagonistas de sus obras. También lo eran para Rodin, que en ocasiones dejaba percibir el barro bajo el bronce, mostrando un modelado enérgico y vital que es, paradójicamente, el responsable de la expresión de la fragilidad humana. Así lo muestran esculturas como Eustache de Saint Pierre (c. 1885-1886) o los distintos ropajes que realiza para la figura de Balzac. 


La fragilidad fue asimismo uno de los elementos fundamentales en la visión que tuvo Giacometti de su obra. Figure debout [Figura de pie] (1958), profusamente modelada, parece desgastada, casi a punto de desaparecer, configurando una imagen que sugiere la de una existencia efímera. Lo mismo ocurre con el Petit buste de Silvio [Pequeño busto de Silvio] (1944-1955), reducido hasta «el tamaño de un alfiler», o con el Buste de Diego [Busto de Diego] (1965-1966) en yeso, en el que se aprecian no solo las huellas de los dedos de Giacometti, sino también la incisión de sus uñas marcando la superficie. 


Petit buste de Silvio [Pequeño busto de Silvio] 



  DEFORMACIÓN

La búsqueda de la expresividad en las esculturas que emprende Rodin se caracteriza por el énfasis que introduce en los rostros de sus figuras, que tienden en ocasiones a la caricatura. Modelado y ensamblado conviven con rostros que se deforman en busca del impacto expresivo, como puede verse en Tête de la Muse tragique [Cabeza de la Musa trágica] (1895) o en las diferentes versiones que realiza de Le Cri [El grito]. 

Le Cri [El grito]. Obra de Rodin 1886.

El caso de Giacometti es algo distinto, pues la deformación no nace de esa búsqueda de expresividad, o no solo. Tras la guerra, las esculturas del artista suizo tendieron a ser cada vez más alargadas y estilizadas, a veces de muy pequeño tamaño, pues, tal y como señalaba el propio escultor, ese era el modo en el que realmente veía sus motivos. En 1960 escribía: «Ya no sé quién soy, dónde estoy, ya no me veo, pienso que mi rostro debe ser percibido como una vaga masa blancuzca, débil [...]. Los personajes no son más que movimiento continuo hacia el interior o hacia el exterior. Se rehacen sin parar, no tienen una verdadera consistencia, es su lado transparente. Las cabezas no son ni cubos, ni cilindros, ni esferas, ni triángulos. Son una masa en movimiento, [apariencia], forma cambiante y nunca completamente comprensible». Y es quizá esa incomprensión de la realidad la que genera esculturas como Le Nez [La nariz] (1947-1950) o Grande tête mince [Gran cabeza delgada] (1954). 


Alberto Giacometti Le Nez [La nariz] Fondation Giacometti, París Foto: Fondation Giacometti, París © Alberto Giacometti Estate / VEGAP, 2020 

CONEXIONES CON EL PASADO 
La relación de Rodin con el arte antiguo se remonta a su aprendizaje en la École Spéciale de Dessin, a sus visitas al Louvre, donde copia a los maestros, y a un viaje por Italia en 1875. En este viaje resulta fundamental su paso por Florencia, donde descubre la escultura de Miguel Ángel, y por Roma, donde contempla la estatuaria antigua. Ello tiene reflejo, por ejemplo, en los distintos torsos de hombre o en las formas de La Méditation sans bras, petit modèle [La Meditación sin brazos, modelo pequeño], que realiza en 1904 y que nos devuelve al mundo griego. 

Por su parte, entre 1912 y 1913, Giacometti comenzó a copiar a Durero, Rembrandt y Van Eyck a partir de ilustraciones encontradas en los libros de su padre. Esta actividad se prolongó luego en el Louvre, donde dedicó mucho tiempo a realizar copias, sobre todo de la escultura egipcia.

También viajó a Italia: en 1920 está en Venecia con su padre y queda fascinado por los colores de Tintoretto y los mosaicos de la basílica de San Marcos, y, según su testimonio, se conmueve» con los frescos de Giotto en Padua. En el Musée de l’Homme en París conoce el arte oceánico, africano y cicládico, e integra todas estas enseñanzas en su obra. Buen ejemplo de ello son los numerosos dibujos en los que copia muestras de estas manifestaciones culturales. El artista suizo recordaba así esta fusión: «Surge ante mí todo el arte del pasado, de todas las épocas, de todas las civilizaciones; todo se vuelve simultáneo, como si el espacio hubiese ocupado el lugar del tiempo». 

Auguste Rodin . Torse de l’Etude pour Saint Jean Baptiste, dit Torse de l’Homme qui marche [Torso del Estudio para san Juan Bautista, llamado Torso del hombre que camina] 1878-1879 (fundición en 1979) Musée Rodin, París. Fundición realizada para las colecciones del museo, 1979 Foto: © musée Rodin (photo Christian Baraja) 

Alberto Giacometti Femme (plate V) [Mujer (plana V)] c. 1929 Fondation Giacometti, París Foto: Fondation Giacometti, París © Alberto Giacometti Estate / VEGAP, 2020 

Tanto en Rodin como en Giacometti, el proceso de repetición de un mismo motivo es una práctica habitual. Por un lado, se trata de un modo de penetrar más en el estudio del modelo representado y en su psicología; por otro, la repetición les permite ir transformando la obra, que parecen resistirse a dar por finalizada. En ese proceso, también se transforma el significado de la obra final, que, partiendo de la anécdota, suele acabar respondiendo a aspectos universales de la existencia. 

Es quizá esta novedad en el proceso escultórico, la de no dar el trabajo nunca por acabado, uno de los aspectos que más interesan a Giacometti de Rodin. El artista suizo, en 1957, señalaba al respecto: «Ninguna escultura destrona a otra. Una escultura no es un objeto, es una pregunta, una cuestión, una respuesta. No puede ser acabada ni perfecta. El problema no se plantea siquiera. Para Miguel Ángel, con la Pietà Rondanini, su última escultura, todo vuelve a empezar. Y durante mil años Miguel Ángel habría podido esculpir Piedades sin repetirse, sin volver atrás, sin acabar nunca nada, yendo siempre más lejos. Rodin también». 


Para sus retratos de Balzac o Victor Hugo, no menos que para los de su compañera Camille Claudel, Rodin multiplica los dibujos y estudios. También lo hace cuando realiza, maravillado
por la expresividad de sus facciones, el retrato de la bailarina japonesa Hanako, a la que conoce en Marsella en 1906 y de la que se conocen cerca de cincuenta y ocho esculturas. 

Son célebres asimismo las series de retratos de Giacometti, creadas sobre todo a partir de 1935 y más adelante, tras la guerra. Su hermano Diego o la modelo profesional Rita Gueyfier son algunos de los modelos que posan diariamente en su estudio, donde el artista se consagra al intento de captar «lo verdadero». Y en aras de este propósito, no duda en volver una y otra vez sobre las imágenes de sus retratados, borrarlas insatisfecho y volverlas a hacer una y otra vez. 

PEDESTAL 

La integración del pedestal con el motivo escultórico ha sido uno de los grandes problemas de la escultura moderna. Al trabajar en grupos escultóricos con personajes individualizados, como es el caso de los Burgueses de Calais, Rodin se enfrenta a este aspectoy considera las distintas soluciones con el pedestal, lo que le permite establecer una mayor o menor distancia con el espectador. En esa escultura grupal, parece que, en un principio, el artista intentó evitar el emplazamiento de las figuras sobre un pedestal, pues deseaba incorporarlas a las mismas losas
del pavimento. Finalmente hubo de situar su obra sobre una peana baja. PeroRodin, con su intención inicial, ya adelantaba uno de los rasgos fundamentales de la escultura del siglo XX: eliminar la base de los Burgueses equivalía a poner a la misma altura al espectador y a los rehenes que caminan hacia la muerte, es decir, insertar la escultura al mundo real y despojarla de su aura de intangibilidad. 

En la apertura del Pavillon de l’Alma, en 1900, Rodin utiliza una serie de columnas del Louvre en las que encarama sus esculturas, generando así distintos efectos en el montaje de la exposición. Es el caso de Sphinge sur colonne [Esfinge sobre columna] o Pied gauche sur gaine à rinceaux et cannelures [Pie izquierdo sobre estípite con follaje y acanaladuras]. Por su parte, en La Pensée [El pensamiento], podemos ver otra solución distinta, un modo innovador de utilizar el pedestal como una gran base de la que surge la cabeza de la figura; en este sentido, el contraste que genera el tratamiento de la superficie, junto con el modo de ensamblar el fragmento con la base, funciona como una alegoría. 

El pedestal, en la obra de Giacometti, es el equivalente de los marcos que utiliza en pinturas y dibujos, o funciona al modo en que lo hacen las «jaulas» en las que a veces introduce algunas de sus esculturas. No sirve solo como un modo de aislar la figura y generar distancia con el espectador. Una figura pequeña en un pedestal de mucha altura o muy ancho hace que se vea incluso más pequeña cuando se observa desde la distancia. Pero no es este el único motivo para utilizar pedestales de uno u otro tamaño, también lo es generar un diálogo entre base y figura. 


EL HOMBRE QUE CAMINA 


Los numerosos dibujos que Giacometti hace de las esculturas de Rodin dan buena cuenta de la importancia que tiene para el artista esta disciplina en su proceso creativo. Varias son las publicaciones sobre el maestro francés en las que Giacometti copia en una página L’Homme qui marche [El hombre que camina] —sacado por Rodin, en 1907, de una versión más pequeña de su San Juan Bautista—, frente a la reproducción de una obra del maestro, como si estuviera reflexionando sobre el motivo para luego plasmar esta idea en su propio trabajo. Las versiones de El hombre que camina realizadas por ambos artistas se cuentan, sin duda, entre las piezas más conocidas de la escultura universal y es evidente que Giacometti parte de Rodin para trabajar sobre este motivo; y lo mismo sucede con su escultura L’homme qui chavire [El hombre que se tambalea] y las distintas versiones del tema que realiza a partir de finales de los años
cuarenta. 

Comparado con el de Rodin, el Hombre que camina de Giacometti parece desgastado y frágil, si bien el del maestro francés muestra una gran expresividad y con ello todo el sentimiento de la fragilidad humana. Pero, más allá de las diferencias, ambos autores abordan con este motivo uno de los aspectos esenciales de la escultura: ¿cómo mantener en pie la materia?, ¿cómo erigirla?; cuestiones que confluyen en una reflexión sobre el ser humano y su capacidad, tanto literal como metafórica, para no caer. En este sentido, la escultura se convierte a su vez en metáfora de la humanidad. Y si el Hombre que camina de Giacometti es aquel que aparece triunfante y se mantiene en pie frente a los acontecimientos de la vida, El hombre que se tambalea es metáfora de la precariedad de la existencia humana: dos caras de la misma moneda, dos preguntas y dos respuestas para futuras generaciones. 


Auguste Rodin . L’Homme qui marche, grand modèle [El hombre que camina, modelo grande], 1907 Musée Rodin, París Foto: © musée Rodin, photo Hervé Lewandowski 


Alberto Giacometti. Homme qui marche II [Hombre que camina II], 1960 Fondation Giacometti, París Foto : Fondation Giacometti, París 

EN EL ESTUDIO
Rodin recurrió a la fotografía para ayudarse en su trabajo desde finales de la década de 1870 hasta su muerte en 1917. Sin embargo, ni él ni Giacometti solían colocarse tras la cámara y preferían que fueran otros quienes les retratasen. 
El artista trabajando, el artista y su modelo, la obra en proceso de ejecución o el desorden del estudio son temas frecuentes en las fotografías de uno y otro artista, imágenes que también permiten hallar parecidos en sus colecciones y en sus talleres; «celdas, cuartos vacíos y pobres, llenos de polvo y grisura», como diría Rainer Maria Rilke a propósito del de Rodin. Un espacio que no debía de ser muy distinto del de Giacometti, pues, según Jean Genet: «[...] (toda su persona tiene el color gris de un estudio). Por simpatía, quizás, ha adquirido el color gris del polvo». 

En los comienzos de su carrera, cuando Rodin es aún un desconocido en el mundillo artístico, su vecino de taller, Charles Aubry, especialista en estudios al natural de plantas, realiza una serie de retratos del artista, donde aparece con barba incipiente. Hay que esperar a finales de los años setenta, cuando Rodin tiene ya casi cuarenta años, para que su nombre, tras el escándalo de L’Âge d’Airain [La Edad de Bronce] y La Porte de l’Enfer [La puerta del Infierno], circule entre la prensa especializada y los estudios parisinos. Tras contratar a una serie de fotógrafos profesionales, Rodin se da cuenta de la importancia de difundir su obra y, sobre todo, de mantener el control de esta difusión, y decide contratar a Eugène Druet, un fotógrafo aficionado que trabaja de forma gratuita. En 1903, tras su separación, contrata al editor fotográfico Jacques-Ernest Bulloz, quien realiza ya fotos en color al carbón, gracias al uso de pigmentos azules, verdes, sepia y naranja.

Las primeras fotos de Giacometti están ligadas al grupo de los surrealistas y al círculo artístico que frecuenta. Es en las páginas de las revistas donde los artistas reunidos en torno a Breton se expresan o debaten sus ideas. El propio Giacometti publica determinadas obras en alguna de estas revistas, como en Cahiers d’Art. Más adelante, las fotos del artista en el estudio se convertirán en imprescindibles, como si el taller fuera una prolongación de su persona. Giacometti mantuvo siempre su estudio parisino de la Rue Hippolyte-Maindron y, tras su estancia en Suiza durante la guerra, volvió a él, creando una especie de microcosmos que fotógrafos como Ernst Scheidegger, Alexander Liberman, Brassaï o su marchante neoyorquino Pierre Matisse no se cansaron de captar en imágenes.



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